Recuerdo la lluvia cayendo contra el cristal, atentando contra el silencio que quise mantener ante el derrumbamiento de toda mi enredadera. Ya no quedaban bloques de piedra en mi corazón; ya no me quedaba ninguna coraza de protección; ya no tenía ninguna opción en la batalla a la que me retó tu mirada.
Aquella noche fría y húmeda terminó toda batalla de contención.
Tu caballería armada con estandartes de sonrisas quebrantaron mis aposentos, resquebrajaron a mis soldados y, ante mi sobrecarga de armadura, desfallecí a tu lado. Sin mi revolver, con la mano en el gatillo y mi alma entre las sábanas me dejé proteger por ti.
Mi silencio se topó con tus caricias, miradas, sonrisas y ternura espontanea.
Ante ese sentimiento de protección, calor, amor y hogar; solo pude rendir pleitesía a tus dedos y dejarme abrazar por mi nueva realidad. Había sido vencido, derruido, destruido... Y, curiosamente, me sentía completa y absolutamente liberado.
Dejé que tus manos tomasen el control, escondí mi cara en tu cuello y busqué cobijo en tu aroma hogareño. Me permití encoger mi cuerpo, consideré la idea de que me acunaras en tu pecho y me permití bajar la guardia mientras me desnudé más allá de mi ropa interior.
Volví a escuchar la lluvia atentando contra la ventana, comencé a conciliar el sueño e hice de tu pecho mi mejor almohada. Te miré en la oscuridad, respiré de forma ahogada y susurré con los ojos inundados de verdad: "te quiero"